La Tabla De Mi Hermano
Hoy
empezaban nuestras vacaciones. Mi hermano conducía mi vieja camioneta que había
conseguido por un módico precio en la feria de un pueblecito cerca de Linares.
El tipo no puso pegas al precio que le estaba ofreciendo y cerramos el trato.
Ella solita había recorrido la friolera de 347.223 kilómetros; sin
embargo, no daba ningún problema. En la radio, interpretada por Shirley y Lee,
sonaba Let The Good Time Roll, y yo, que acababa de despertar del largo viaje,
observaba el enigmático paisaje marítimo que nos aguardaba. Bostecé y me
incorporé en mi asiento echando una pequeña mirada a mi hermano, la cual me fue
devuelta con una mayor rapidez –para no apartar la vista del frente– y una
sonrisa. Subí el volumen de la radio y asomé la cabeza por la ventanilla
dejando que el viento acariciara mi cara.
Cuando
llegamos al pequeño pueblo de Málaga, donde teníamos el piso alquilado de
antemano, ni siquiera pasamos por él para dejar las maletas. Continuamos
siguiendo una carretera secundaria. Buscábamos una caleta perdida, de la cual
nos habían hablado un par de viejos tostados al sol –y borrachos– surfistas;
entre Torre del Mar y el Rincón de la Victoria, donde podríamos utilizar las tablas
de surf que cargaba el cajón de la camioneta. Para rodear las indicaciones que
nos dieron de un aura de misterio, un hombre, mucho más viejo, más tostado –y
mucho más borracho–, que llevaba tiempo sin hablar, apartado en una mesa cualquiera
del local, nos advirtió que, de vez en cuando, pasaban cosas allí. La respuesta
a nuestra pregunta, qué pasaba, fue silencio. Cogimos el desvío sin asfaltar
que nos ofrecía aquella carretera secundaria y, pocos minutos después, entre el
camino sin asfaltar y la playa, tras un camino repleto de naturaleza
–demasiados árboles y plantas adornando tan cerca el mar, en mi opinión– y,
como si de un oasis se tratara, se apareció ante nosotros aquella mágica y escondida
caleta.
–Charli,
la cera. Que no se te olvide –dijo mi hermano, que ya corría con su tabla y su
traje de neopreno directo al mar. Yo seguía intentando subir la cremallera del
mío.
–Que
sí –le grité un poco frustrado conmigo mismo–. Podrías haberme ayudado a
ponérmelo– aunque él ya no podía oírme.
Mientras
extendía la cera por la superficie de la tabla un suave susurro se interpuso
entre mis pensamientos. No estaba seguro de haberlo oído como oía el fuerte
oleaje que rompía en la arena. Miré a mi alrededor esperando ver a alguien.
Habíamos aparcado la camioneta en la arena, pero lejos del mar, cerca de aquel incoherente
bosque. Lejos de mí, a unos cien pasos de distancia, algo, o quizá fuera
alguien, no puedo asegurar qué con total certeza, llamó mi atención. Podría
decir que, hipnotizado –siendo una palabra que no me gusta utilizar, ni la más
apropiada en este caso–, todo mi cuerpo miraba paralizado en aquella dirección
donde, supuestamente, yo había visto algo, sin embargo, en ese mismo instante podía
ver a mi hermano; se ahogaba y yo no podía hacer nada para salvarlo, ni
siquiera sentía preocupación por él. Empecé a caminar empujado por una fuerza
ajena. Al cabo de no más de cinco pasos algo tiró de mi tobillo derecho, otro
algo que, en este caso, resultó ser la cuerda sujeta a mi tabla de surf,
golpeándose esta contra la camioneta y cayendo a la arena haciendo que saliera
de mi ensimismamiento. Mi hermano seguía en el agua luchando contra las olas,
tratando de respirar en cada breve emersión una bocanada de aire que le diera
fuerzas para seguir luchando. Su tabla, todavía anclada a su pie, hacía de boya
indicándome su posición –bueno para él–, pero, al mismo tiempo, tiraba de él
haciéndole dificultosa la ascensión –malo para él–. Salté al agua en la mía,
sin olvidar coger el cuchillo de la guantera de la camioneta, y nadé hacia él
esquivando cada ola que intentaba derribarme. Cuando alcancé su posición corté
con mi cuchillo la cuerda que le unía a su tabla. Todo pasó muy deprisa.
Consiguió subir en mi tabla y ambos nadamos hacia la orilla sin mucho esfuerzo,
ayudados por una ola que tristemente surfeamos.
Exhausto,
mi hermano se quedó en la arena tumbado. Le observaba de rodillas mientras se
recomponía. Alcé la vista en dirección al bosque, pero no vi a nadie. Cuando
nos levantábamos, cerca de nosotros, había unas huellas que miraban hacia el
mar; unos pies no muy grandes, de mujer, que daban media vuelta y se dirigían hacia
el bosque. Las seguimos juntos, dejando mi tabla fuera del alcance del mar. Al
llegar al bosque y mirar hacia la camioneta nos separaba la misma distancia de cien
pasos. Apartamos las ramas y miramos en el interior sin adentrarnos. Un espeso
bosque; nada más. Nadie a la vista.
No
puedo asegurar que, mientras ayudaba a mi hermano, alguien nos observaba desde
la orilla, ni que, cuando subimos a la camioneta y nos alejábamos, al mirar por
el retrovisor, la figura de una mujer nos observaba desde la arena. No mucho
tiempo después volvimos a aquella caleta. No ocurrió nada en especial. Un
típico día de surf, con buenas olas, aunque no tan buenas como las de aquel
día. Al acabar de surfear, dando un paseo por la orilla, entre algas y unos
restos que el mar había arrastrado, encontramos parte de la tabla de mi
hermano. En ella alguien había escrito un nombre: Calipso.
Fin
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